24.11.06

Anelio

habitaciones con baño privado, teléfono interno, aire acondicionado y calefacción, televisión con cable...eso era lo que necesitaba ayer. Buscaba un cuarto simple para alojar a mi padre que hoy viernes llegó de lejos.

Encontré una oferta detestable. Todos los hoteles repletos.

Entré a 4 ó 5 hoteles por Av. de Mayo, receptáculos de carteles inexistentes, con mostradores cuadrados y escaleras infinitas, paredes grises y tarifas invisibles...

Pregunté en todos si había disponibilidad, si podía hacer una reserva, nadie contestaba, hombres y mujeres se negaban a mi pregunta diciendo no con sus cabezas vacías. Tuve suerte con los que balbuceaban "no hay lugar", palabras desesperantes que salían de sus labios pegados, secos, y sedientos. No levantaban la vista de las planillas. Llaves y llaves en sus espaldas.

Caminé todas las calles de Monserrat y Balvanera, 35° de sensación térmica y un cielo encapotado. Pisé veredas despreciables de baldozas desubicadas y enclenques, crucé policias mirones y estatuarios, supermercados colmados de changos y productos incomprables, timbres y más timbres, direcciones equivocadas: "esto no es un hotel".

Entré a edificios negros, con puertas finas, hoteles familiares con baños compartidos y telas colgadas en paredes, balcones y tendederos.

Caminé hasta que mi cuerpo mareado no logró un desmayo, y a partir de esa señal, sólo entré a hoteles caros, con aire acondicionado en la recepción, carteles enormes, instalaciones doradas, decoraciones navideñas, pisos brillantes, alfombras peludas, conserjes hermosos y uniformados, amables floreros que me miraban dictándome tarifas en dólares.
No.
Salí de esos edificios gigantes con la tela de mi pollera negra torcida. Una vez en la calle chorreé un calor empapante que me condujo por Avenida de Mayo, volví de atrás de la Avenida 9 de Julio mientras toqué tres o cuatro timbres horribles, imposibles, sin sonido. Nadie contestó.

Finalmente, entré al Hotel Turista, de mostrador marrón y diminuto, fondo de ascensor marrón y diminuto, paredes marrones y diminutas. Apoyado, sosteniendo ese panorama estaba Anelio, el falso conserje.
Anelio no sé cuanto, me sonrió monstruosamente desde que me vió entrar desesperada por la puerta buscando un lugar para mi padre, instantáneamente dijo que debía buscar el mejor lugar para alojarlo, que los padres merecen ser cuidados, que los padres ya están viejos y que él estaba viejo (no estaba viejo). Me mostró sus canas sin tomar conciencia de los balcones grises y barrocos que habitan sobre su cabeza.
Me entregó una tarjeta del hotel, anoté su nombre al dorso de la tarjeta, me recomendó otros hoteles cercanos, señaló a través del vidrio del hotel Turista y me sonrió infinito.

Nos despedimos, y no conseguí ningún hotel, por ningún lugar cercano.